Este artículo fue escrito para la revista En Exclusiva de Banco General, en la cual fue publicado en marzo de 2014.
Al abrir los ojos y absorber el horizonte, pensé que me hallaba en un entorno extraterrestre: picos de hielo de distintos tamaños se extendían a lo largo y ancho del mar y, más cerca, una tierra rosada inexplicable albergaba a cientos de pingüinos. Así es la Antártida... A mis quince años, como parte de su meta de recorrer el mundo, mi padre me anunció que nos íbamos a la Antártida. Al explicar frente a toda la familia lo que el viaje implicaba, nadie más quiso sumarse. Así, acordamos emprender nuestra expedición hacia el sur solos, como dos exploradores. El primer paso fue investigar. En este proceso aprendimos que la Antártida es el continente que está situado más al sur del mundo, y que es único porque no tiene un gobierno per se, sino que se rige por lo establecido en el Tratado Antártico. Este tratado entró en vigencia en 1961 y ha sido firmado por cincuenta países a la fecha. El mismo dictamina que la Antártida es una reserva en la cual está prohibida la actividad militar y hay libertad de investigación científica. Actualmente, alrededor de treinta países tienen algún tipo de base científica en la Antártida. El continente no cuenta con una población nativa ni con ciudades u hoteles, sino solo con grupos de científicos en sus respectivas estaciones. En un año cualquiera, el número de personas establecidas allá fluctúa entre mil y cuatro mil. La Antártida fue el último continente en ser descubierto (en 1820) y su territorio es aproximadamente el doble del de Australia en tamaño. El 98% está cubierto por hielo de un espesor promedio de una milla. Además, es el continente más frío y seco del mundo y para visitarlo hay que ir bien equipados. Aunque nuestro viaje sería en febrero, pleno verano en la Antártida, el clima allá es extremo durante todo el año. Dado que haríamos varias excursiones complejas, debíamos llevar indumentaria de una tecnología especial que nos protegiese sólidamente, pero a la vez que fuese muy liviana. Con respecto a cómo llegar, averiguamos que a la Antártida se puede viajar en avión o en barco, desde Sudamérica o desde Oceanía. Si bien ir en avión resulta más cómodo y permite ahorrar tiempo, no es muy práctico por la falta de alojamientos al llegar allá y por la volatilidad del clima, que puede impedir despegues o aterrizajes por varios días seguidos. La manera más común de alcanzar la Antártida es en barco desde Punta Arenas, en Chile, o desde Ushuaia, la ciudad más al sur del mundo, ubicada en el sector argentino de la isla Grande del archipiélago de Tierra del Fuego. Nosotros escogimos esta última opción. Desde Panamá, Ushuaia es accesible con dos vuelos y una parada en Buenos Aires o Santiago. Ushuaia, como destino en sí, vale la pena. Es una ciudad pequeña, de solo 60 mil habitantes, pero caracterizada por paisajes pintorescos y una actividad portuaria considerable. En Ushuaia abordamos lo que sería nuestra casa por los siguientes diez días: el M. S. Explorer, un barco con capacidad para aproximadamente cien aventureros y cincuenta tripulantes. Tras intentar inmunizarnos contra el mareo tomando píldoras y utilizando parches, brazaletes y pociones, pensábamos que estábamos listos para zarpar. En retrospectiva, reconozco que nada hubiese podido prepararnos para lo que estábamos a punto de vivir. Las primeras horas al salir de Ushuaia fueron muy agradables, ya que estábamos navegando el canal de Beagle, un estrecho entre islas del archipiélago de Tierra del Fuego. Ese tiempo lo aprovechamos para conocer el barco y a algunos de los otros pasajeros a bordo. Aprendimos que el M. S. Explorer, un crucero pequeño fortalecido para poder navegar a través del hielo, fue el primer barco de su tipo diseñado específicamente para expediciones antárticas, y que su viaje expedicionario a la Antártida en 1969 se considera el origen del turismo a este continente. Muy pronto, sin embargo, cesaron las presentaciones pues nos informaron que estábamos por salir del canal protegido para entrar al Paso Drake, también conocido como el mar de Hoces, y considerado por muchos el mar más picado y hostil del mundo pues en él se unen los océanos Atlántico y Pacífico. Todos los pasajeros debían regresar a sus respectivas habitaciones y permanecer ahí las siguientes cuarenta a cuarenta y ocho horas, tiempo aproximado que toma atravesar el Paso Drake para llegar a la Antártida, donde las aguas suelen estar más calmadas. Al llegar al cuarto, nos percatamos de que las camas tenían varios elementos para que quien las ocupara estuviese bien sujetado, incluyendo barandas y hasta cinturones. Si bien al principio todo era muy emocionante, puesto que sentíamos que estábamos en una gran aventura, apenas golpeamos la primera ola empezamos a dudar si habíamos tomado la decisión correcta emprendiendo esta travesía. Los siguientes dos días fueron muy desagradables, y casi no pudimos pararnos de la cama. La tripulante que estaba a cargo de nuestro cuarto nos traía algunos alimentos, pero con el mareo tan severo sentíamos poca hambre. El barco parecía moverse en un eje de 180 grados: en un momento dado veíamos por la ventana del cuarto y se apreciaba directamente el cielo, y a los pocos segundos la misma ventana parecía estar tapada por una tela negra, pues apuntaba al fondo del océano. Pararse de la cama implicaba caídas y golpes garantizados, por lo cual lo evitábamos al máximo. Recuerdo haber pensado en múltiples ocasiones durante esos días que era imposible que lo que viéramos al llegar justificara ese tramo tan adverso, pero me equivoqué. Pasadas las cuarenta horas desde que zarpamos de Ushuaia, anunciaron por el altoparlante del barco que ya podía avistarse el primer iceberg grande. El barco ya se movía menos así que mi padre decidió arriesgarse y salir a la cubierta para verlo. Nunca olvidaré la emoción que emanaba cuando regresó a nuestra habitación. En segundos me convenció de que lo acompañara y lo que vi fue realmente impactante: una masa de hielo enorme, que no parecía tener fin, y cuyos bordes eran de un color turquesa brillante. Nos comentaron también sobre la existencia del iceberg B15, que estaba “vivo” en ese entonces, y es el más grande que jamás haya existido, con un tamaño similar al del estado de Connecticut, en Estados Unidos. A través de la semana que estuvimos en la Antártida, visitamos varios sitios, incluyendo islas y tierra firme, y vimos muchas estructuras similares y hasta más imponentes que ese primer iceberg con el que nos topamos. Normalmente bajábamos del barco en pequeñas lanchas inflables llamadas zódiacs, que utilizábamos a través de todo el día para explorar el mar entre el hielo. Entre las más memorables de las paradas que hicimos resalto las de las islas Diablo y Decepción. En la isla Diablo habían organizado una pequeña excursión a la cima de una colina. Durante el ascenso, decidí parar a tomarme un descanso. Al voltearme, recuerdo haber absorbido el paisaje más majestuoso que jamás he presenciado. En el horizonte se extendía un mar de miles de pequeños icebergs hasta donde daba mi vista, todos ellos bordeados por aureolas turquesas que contrastaban mágicamente con el azul oscuro del resto del océano. Más cerca, desde donde habíamos salido a explorar, se apreciaba una invasión de pingüinos sobre una superficie rosada, cuyo color provenía de la acumulación de guano, el desecho de estos animales. El cielo azul, sin una nube a la vista, complementaba a la perfección este extraordinario panorama. En medio del silencio y el asombro, recuerdo haber pensado que debía estar en la luna o en algún otro rincón del espacio. La parada en la isla Decepción también es muy emocionante, pues les da la oportunidad a los más aventureros de sumergirse en aguas antárticas, una actividad contraria a las expectativas que genera el entorno. La isla es la caldera de un volcán activo, por lo cual se forman pequeños pozos de agua caliente en los que los turistas pueden sumergirse. Otras paradas interesantes fueron las visitas a las bases científicas como la Estación Palmer, dirigida por los Estados Unidos, y a Puerto Paraíso, en tierra firme del continente antártico. En todas estas paradas, tuvimos la oportunidad de observar de cerca la fauna tan idiosincrática de la Antártida, y sobre la cual distintos expertos nos dictaban charlas casi todas las noches a bordo del M. S. Explorer. Entre los animales más abundantes están los pingüinos de distintas especies, cuyas colonias se observan en cada esquina de la Antártida, las ballenas, las focas y varios tipos de pájaros. En nuestro último día en este lejano continente, el capitán del M. S. Explorer informó que nos tenía una sorpresa: intentaríamos cruzar el círculo polar antártico. Durante toda esa temporada de turismo a la Antártida, la cual dura de noviembre a marzo, el M. S. Explorer aún no había podido atravesar el paralelo del círculo por asuntos climatológicos. Durante nuestro recorrido, la naturaleza cooperó. Anduvimos hacia el sur, bordeando esta tierra congelada, hasta que el capitán solicitó que preparáramos nuestras bebidas para hacer un brindis, pues en poco tiempo cruzaríamos el paralelo 66° 33”. Minutos después, lo habíamos logrado: aunque estábamos lejos de alcanzar el Polo Sur, a donde casi no han llegado humanos, la sensación de estar en el fin del mundo era abrumadora. Llevábamos más de una semana de estar casi totalmente incomunicados, pero las ganas de reincorporarnos al mundo real se disipaban entre la absoluta satisfacción que abrigábamos. El camino de regreso a casa se nos hizo mucho más corto y menos hostil que el de ida, pues volvíamos con el corazón alegre y la mente llena de los más vívidos y grandiosos recuerdos de nuestra convivencia con la Antártida. Algunos datos adicionales:
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